Creo que el crecimiento y desarrollo del catalanismo político siempre ha sido posible gracias al Estado. Si, esto que se denomina Estado Español, no España. Por Estado entiendo, y creo que se ha de entender, el conjunto de instrumentos jurídicos administrativos que tiene una entidad política por funcionar.
El catalanismo político empieza a gestarse en el marco de los movimientos de reacción que se dan por toda Europa en la mitad del siglo XIX contra el racionalismo uniformizador derivado de la Ilustración y de la Revolución francesa. Por mucho que se pretenda, ni después de la pérdida “de las libertades nacionales” en 1714, ni antes con “Els segadors”, se puede hablar con exactitud de movimientos “nacionales” por la sencilla razón que “La Nación” no existía. Existía la Corona, el Soberano, la Monarquía compuesta en el caso español, estábamos, como por todas partes, en el absolutismo, en el Antiguo Régimen con sus “brazos”.
Los intentos de las clases emergentes de Cataluña de la segunda mitad del siglo XIX, de obtener papel y un cierto reconocimiento de su especificidad cultural, primero fueron en la línea cambiar el funcionamiento de un Estado que no les servía y que sólo les estorbaba. Estuvieron a punto de conseguirlo, el general Prim, la Primera República, pero fueron derrotados. Algunos pactaron a cambio del proteccionismo, otros creyeron que era preciso ir más allá. Es decir, la ineficacia del Estado, cuanto no su inexistencia como Estado moderno, comportó que empezaran a cocerse y a crecer movimientos “catalanistas” que fueron cogiendo fuerza relativa, tampoco tanta, a medida que el tiempo no sólo no resolvía las demandas de modernidad sino que las agravaba. Fijémonos en los trabajos de la esmirriada Mancomunidad, tan costosamente arrancada, dotaron al país de las herramientas de todo Estado moderno, especialmente remarcables en el campo de la educación.
La Segunda República podía haber sido un momento histórico para cambiar aquella situación, hay que recordar el pensamiento y la obra de Azaña para pensarlo, pero su corta experiencia fue truncada por la reacción franquista que volvió a parar el desarrollo del Estado.
Deberá ser la transición, y la decidida e irreversible marcha hacia la Democracia, la que dote a este conjunto denominado España de unas estructuras jurídicas y administrativas adecuadas a los tiempos y parecidas a las de los países adelantados. Y como que en este contexto se desarrolla lo que se ha denominado Estado de las Autonomías se posibilita la consolidación de las manifestaciones más hondas y reivindicadas del catalanismo a través de un amplio espacio de autogobierno. Es a decir, que ahora es la existencia del Estado moderno que con su reconocimiento posibilita el imaginario “nacional” catalán.
Pero para el conjunto español, del concepto España, quizás esto llega tarde. En Cataluña ya se han desatado intentos, intereses, anhelos que quieren ir más allá. Se ha acumulado, ciertos o no, agravios y ambiciones que no tienen suficiente con ello. Ya no es suficiente el reconocimiento y asunción de los hechos más relevantes como la lengua y la cultura, de un amplio autogobierno en cuestiones tan importantes como la educación, la sanidad, o la policía. Para algunos, los nacionalistas, todo esto es el camino para ir hacia el autogobierno completo (la independencia, a más corto o largo plazo) que es a lo que en definitiva aspiran. Ya no piensan en términos de España, con un Estado moderno que los reconozca y los englobe, sino que piensan ya en un nuevo Estado catalán. Empapados de nacionalismo desde las instituciones, los medios de comunicación públicos (curiosamente no los privados, los que viven del mercado), la escuela pública y la privada y la capacidad de autogobierno, se afianza y se instala en la sociedad un ambiente “nacionalista” de una amplitud que no podían pensar los iniciadores del movimiento hace más de 150 años.
Con una diferencia. Que ya no están solos en el conjunto de España. Pese a no tener “particularidades”, otros trozos del conjunto se han apuntado al carro aprovechando que la construcción del Estado moderno no tiene porqué seguir las pautas tradicionales y, además, su complejidad hace que sea mejor hacerlo descentralizado. Y aún más, pese a resistencias de ciertos sectores que piensan distinto y cuanto tienen la oportunidad frenan este proceso y abogan por la construcción centralizada del Estado, empieza a aceptarse, aunque de una forma tímida, la idea de una España plural, unida en la diversidad.
Estamos en medio de la segunda oleada descentralizadora del Estado español. Acabamos de lograr, con refrendo directo, un nuevo techo de autogobierno. Creo que es preciso empezar a cerrar el tema. La España de las autonomías ha dado suficiente juego a sus “particularidades”, históricas o no, para que ahora sus habitantes en lugar de continuar mirando hacia dentro, con el autogobierno respectivo alcanzado, miren conjuntamente hacia afuera.
¿Qué pasa en el mundo? ¿Qué perspectivas se divisan? ¿Qué hay que preparar para nuestros nietos? Y aquí será conveniente debatir, como siempre en la Historia moderna, entre conservadores, liberales, progresistas y radicales. Y resolver democráticamente. Ya sé que a los “nacionalistas” esto no les gusta ni les conviene puesto que los acota a un campo de juego de segunda (o quizás de tercera, si tenemos en cuenta Bruselas) y dentro de este campo las competencias de autogobierno también se tendrán que ejercitar no en clave de reivindicación nacionalista sino en clave de modelo de sociedad, como en las administraciones locales. Y esto para los ciudadanos y ciudadanas de este histórico y viejo rincón del Mediterráneo Occidental seguramente les será más provechoso para encarar su futuro.
Mataró, 6 de septiembre.
El catalanismo político empieza a gestarse en el marco de los movimientos de reacción que se dan por toda Europa en la mitad del siglo XIX contra el racionalismo uniformizador derivado de la Ilustración y de la Revolución francesa. Por mucho que se pretenda, ni después de la pérdida “de las libertades nacionales” en 1714, ni antes con “Els segadors”, se puede hablar con exactitud de movimientos “nacionales” por la sencilla razón que “La Nación” no existía. Existía la Corona, el Soberano, la Monarquía compuesta en el caso español, estábamos, como por todas partes, en el absolutismo, en el Antiguo Régimen con sus “brazos”.
Los intentos de las clases emergentes de Cataluña de la segunda mitad del siglo XIX, de obtener papel y un cierto reconocimiento de su especificidad cultural, primero fueron en la línea cambiar el funcionamiento de un Estado que no les servía y que sólo les estorbaba. Estuvieron a punto de conseguirlo, el general Prim, la Primera República, pero fueron derrotados. Algunos pactaron a cambio del proteccionismo, otros creyeron que era preciso ir más allá. Es decir, la ineficacia del Estado, cuanto no su inexistencia como Estado moderno, comportó que empezaran a cocerse y a crecer movimientos “catalanistas” que fueron cogiendo fuerza relativa, tampoco tanta, a medida que el tiempo no sólo no resolvía las demandas de modernidad sino que las agravaba. Fijémonos en los trabajos de la esmirriada Mancomunidad, tan costosamente arrancada, dotaron al país de las herramientas de todo Estado moderno, especialmente remarcables en el campo de la educación.
La Segunda República podía haber sido un momento histórico para cambiar aquella situación, hay que recordar el pensamiento y la obra de Azaña para pensarlo, pero su corta experiencia fue truncada por la reacción franquista que volvió a parar el desarrollo del Estado.
Deberá ser la transición, y la decidida e irreversible marcha hacia la Democracia, la que dote a este conjunto denominado España de unas estructuras jurídicas y administrativas adecuadas a los tiempos y parecidas a las de los países adelantados. Y como que en este contexto se desarrolla lo que se ha denominado Estado de las Autonomías se posibilita la consolidación de las manifestaciones más hondas y reivindicadas del catalanismo a través de un amplio espacio de autogobierno. Es a decir, que ahora es la existencia del Estado moderno que con su reconocimiento posibilita el imaginario “nacional” catalán.
Pero para el conjunto español, del concepto España, quizás esto llega tarde. En Cataluña ya se han desatado intentos, intereses, anhelos que quieren ir más allá. Se ha acumulado, ciertos o no, agravios y ambiciones que no tienen suficiente con ello. Ya no es suficiente el reconocimiento y asunción de los hechos más relevantes como la lengua y la cultura, de un amplio autogobierno en cuestiones tan importantes como la educación, la sanidad, o la policía. Para algunos, los nacionalistas, todo esto es el camino para ir hacia el autogobierno completo (la independencia, a más corto o largo plazo) que es a lo que en definitiva aspiran. Ya no piensan en términos de España, con un Estado moderno que los reconozca y los englobe, sino que piensan ya en un nuevo Estado catalán. Empapados de nacionalismo desde las instituciones, los medios de comunicación públicos (curiosamente no los privados, los que viven del mercado), la escuela pública y la privada y la capacidad de autogobierno, se afianza y se instala en la sociedad un ambiente “nacionalista” de una amplitud que no podían pensar los iniciadores del movimiento hace más de 150 años.
Con una diferencia. Que ya no están solos en el conjunto de España. Pese a no tener “particularidades”, otros trozos del conjunto se han apuntado al carro aprovechando que la construcción del Estado moderno no tiene porqué seguir las pautas tradicionales y, además, su complejidad hace que sea mejor hacerlo descentralizado. Y aún más, pese a resistencias de ciertos sectores que piensan distinto y cuanto tienen la oportunidad frenan este proceso y abogan por la construcción centralizada del Estado, empieza a aceptarse, aunque de una forma tímida, la idea de una España plural, unida en la diversidad.
Estamos en medio de la segunda oleada descentralizadora del Estado español. Acabamos de lograr, con refrendo directo, un nuevo techo de autogobierno. Creo que es preciso empezar a cerrar el tema. La España de las autonomías ha dado suficiente juego a sus “particularidades”, históricas o no, para que ahora sus habitantes en lugar de continuar mirando hacia dentro, con el autogobierno respectivo alcanzado, miren conjuntamente hacia afuera.
¿Qué pasa en el mundo? ¿Qué perspectivas se divisan? ¿Qué hay que preparar para nuestros nietos? Y aquí será conveniente debatir, como siempre en la Historia moderna, entre conservadores, liberales, progresistas y radicales. Y resolver democráticamente. Ya sé que a los “nacionalistas” esto no les gusta ni les conviene puesto que los acota a un campo de juego de segunda (o quizás de tercera, si tenemos en cuenta Bruselas) y dentro de este campo las competencias de autogobierno también se tendrán que ejercitar no en clave de reivindicación nacionalista sino en clave de modelo de sociedad, como en las administraciones locales. Y esto para los ciudadanos y ciudadanas de este histórico y viejo rincón del Mediterráneo Occidental seguramente les será más provechoso para encarar su futuro.
Mataró, 6 de septiembre.
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