Cuando compré el libro no me fijé en el subtítulo
que traía: “Transición.
Historia de una política española (1937-2017)”, Santos Juliá. Ed. Galaxia Gutemberg, B-2017. Pensaba que el libro
iba de “La Transición”, en mayúsculas, aquel período comúnmente establecido
entre la muerte del Dictador, a finales de 1975, y la victoria de los
socialistas en 1982. Pero no, abarca un período muy amplio, ¡80 años!, desde
mediada la Guerra Civil hasta casi el día de hoy. El autor y la editorial me proporcionaban
garantías, pero no era consciente de la historia a la que me enfrentaba.
Resulta que al poco de iniciada la Guerra
Civil, entre españoles, hubo quien en el bando de la República se planteó como
resolver el problema del enfrentamiento civil y qué aspectos había de
considerar para conseguir una transición hacia la paz: el régimen político; la amnistía;
cómo llevarla a término; los tiempos; la mediación posible;… Aquella cuestión,
cómo volver a la normalidad violentada por un enfrentamiento cainita, todavía
está presente a día de hoy. En los años ochenta del siglo pasado pareció que
era un tema superado, pero a comienzos del siglo XXI volvió a resurgir con
fuerza. Todavía algunos, en un bando y en el otro, se resisten a enterrar de
una vez por todas el conflicto civil que dividió, quizá todavía divide, al
país. ¿Todavía hay heridas por cicatrizar después de tantos años? Eso parece, o
quizá ocurre que hay personas que se resisten al olvido –y al perdón- o que
creen que todavía pueden sacar réditos políticos de ello.
Pero España, y el mundo, ya no son como
eran en el primer tercio del siglo XX. Las estructuras sociales, económicas y
políticas nacionales e internacionales son completamente distintas. A pesar de
que haya quien piense que hace falta cerrarse –enrocarse-, especialmente aquí
en Europa, el coste sería muy grande. No es descartable que haya intentos que
crezcan y que consigan algún éxito. Sería dramático. Si ya nos vamos a
convertir en poca cosa en el mundo del mañana, nos convertiremos, desmenuzados y nacionalistas,
en irrelevantes.
Todo ello nos lleva a pensar en la
correlación de fuerzas. En la fuerza que tienen los contendientes en el combate
de la historia en cada momento. Entre los que quieren pararla y los que la
quieren superar. La transición que explica el libro lo pone de manifiesto. Para
el caso catalán, Ruiz-Domènech,
lo explica igual en el transcurso de su historia.
La Guerra Civil española se inclina por el
bando de los sublevados, de los nacionales, 1939. El fin de la Segunda Guerra
Mundial, y la derrota del fascismo, no conlleva retirar al dictador; la nota
tripartita de 1946 hunde las esperanzas del exilio republicano. Los pactos de 1953 con los Estados Unidos y
la Santa Sede se inscriben en el contexto de la Guerra Fría entre el
capitalismo americano y el comunismo
soviético. La autarquía, soñada por las fuerzas franquistas de primera hora, es
arrinconada con el Plan de Estabilización de 1959. Los años sesenta ven la
transformación de la estructura económica española. Franco, en 1975, muere en
la cama.
Lo que quedó de los gubernamentales de la
Guerra Civil, la decantación de desafectos, desilusionados o reconvertidos del
Régimen franquista, los viejos monárquicos despechados, las nuevas generaciones
ilustradas estudiantiles hijas de los vencedores, la regeneración del
movimiento obrero dentro de las nuevas condiciones sociales (sin la presencia
de los anarcosindicalistas desaparecidos de escena, no lo olvidemos), no
consiguen construir –a pesar de los continuos intentos que se traman dentro y
fuera del territorio nacional- una alternativa al Estado franquista. El contexto
de la Guerra Fría es un dogal durante muchos años en las alianzas, en las
posibilidades de avanzar, de invertir la correlación de fuerzas. Por mucho que
se niegue, hay más fuerza en un lado del pulso: en el Régimen franquista.
En este panorama, a la muerte del Dictador
–hay que repetirlo, en la cama- aparece Suárez y emprende la Reforma. Nadie le
hace caso, o pocos lo toman en serio, no lo creen capaz. Los años 75, 76 y 77
son de ebullición de intentos rupturistas democráticos. Pero Suárez gana el referéndum
de la Reforma Política, previo harakiri de los procuradores franquistas, y
luego, gana también las primeras elecciones democráticas. La correlación de
fuerzas no está a favor de la ruptura, se impone la reforma. Y, todo el mundo,
todos, entran en el juego abandonando, o adaptando, ¡qué remedio!, viejas
proclamas y viejos deseos con renuncias destacadas pero que al final resultaron
provechosas. Al cesto del olvido todos los intentos elaborados desde 1937 para
conseguir una transición dirigida o pactada por los que no han tenido fuerza
para imponerla. Todos a discurrir por la transición que imponen los restos del
Régimen franquista, no se puede hacer nada más. La Pasionaria y Rafael Alberti
entrando del brazo en el hemiciclo del Congreso de los Diputados.
De ahí la Ley de Amnistía (tanto para falangistas
como para comunistas, las dos bestias negras de los años treinta y de la Guerra
Civil); de ahí la Constitución del 78 –de la que celebramos sus 40 años- (avanzada
y que ha posibilitado superar otros viejos demonios de nuestra convivencia); de
ahí la reconstrucción democrática el país reconocida internacionalmente; de ahí
el más largo período de crecimiento económico y social que ha tenido el país;
de ahí la superación de los intentos extremistas de dinamitarlo todo (el
terrorismo de ETA y los Grapo como ejemplos); de ahí la alternancia política y
la integración en el espacio de la convivencia europea.
40 años después, de una derrota entonces –otra
derrota- y de una victoria luego –memorable- para el conjunto del país, sería
deseable dejar de mirar hacia atrás y considerar superada la primera mitad del
siglo XX. Dejar para los historiadores y
académicos su análisis y explicación. Mirar hacia adelante, hacia el nuevo
mundo que se está configurando en el que no tendremos gran papel excepto el de
mostrar nuestro modelo –el modelo europeo- que es el mejor en términos de libertad,
igualdad y fraternidad. Con todas las carencias que se quieran destacar en
estos tres conceptos, pero que es innegablemente superior a cualquier otro
modelo que se quiera comparar con él.
Pero no estamos satisfechos. Algunos miran
hacia atrás y denuncian las renuncias que se hicieron –y que todavía se hacen-
para rendir justicia al pasado y las carencias que todavía existen en el
presente. Otros miran hacia adelante y temerosos de lo que viene –en lugar de
asumir sus potencialidades- se afanan en defenderse dentro de la torre que no
es de marfil sino de ladrillo. Ambos extremos contra la transición. Sí, no La
Transición, sino la transición de los últimos ochenta años de nuestra historia,
desde el enfrentamiento armado con un millón de muertos y unas consecuencias
escalofriantes para una gran parte de la población durante muchos años de
postguerra hasta el posible debate civilizado democrático de nuestros días.
¿Civilizado?, no es exactamente lo que vemos cada día a través de los medios.
Otra vez en juego la correlación de
fuerzas. ¿Hay fuerza para invertir la situación? ¿Hay fuerza para mantenerla o
retrotraerla? La tensión vuelve a la sociedad y a las calles. No hay
explicaciones convincentes para amplias capas de la población que están al
albur de la complejidad de las situaciones del mundo de hoy y que creen, son
creyentes, en propuestas que se presentan como posibles y redentoras. La
configuración del Estado; su encabezamiento formal; las limitadas –o constreñidas-
alternativas disponibles con los recursos existentes –a pesar de su innegable
volumen-; las posibilidades existentes de progreso si se consiguen construir
consensos elementales.
Pues así estamos, volviéndonos a pelear a
unos niveles cada vez más deplorables. Los contextos internacionales no ayudan.
El exacerbado egoísmo de los poderosos –y misteriosos- mercados todavía menos.
La rapidez e inmediatez de la información –y de la desinformación- enerva a la
ciudadanía. Volvemos a estar encima de un volcán como hace cien años, también a
pesar de la prosperidad general.
La superación de la guerras globales,
calientes o frías; la construcción de estructuras que han enterrado
antagonismos históricos; la desaparición de alternativas globales; la asunción
de nuevos retos medioambientales a los que enfrentarse; el avance vertiginoso
de nuevos conocimientos extendidos por todo el mundo… ¿son, quizá, sólo una
etapa brillante de nuestra historia destinada a concluir?
5 de diciembre.
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