El portavoz del GPS, Diego López Garrido, me pidió que recibiera a una delegación que quería entrevistarse con el Grupo (también lo hacía con los otros Grupos de la Cámara) para exponernos su impresión de la actuación de la empresa REPSOL en los terrenos de la comunidad indígena guaraní en Bolivia.
La delegación fue introducida por una representante de INTERMÓN, con dos representantes de la ONG boliviana CEADES (uno autóctono y otro foráneo), y dos representantes de la Asamblea del Pueblo Guaraní de Itika Guasu.
La delegación fue introducida por una representante de INTERMÓN, con dos representantes de la ONG boliviana CEADES (uno autóctono y otro foráneo), y dos representantes de la Asamblea del Pueblo Guaraní de Itika Guasu.
En la explicación de las ONG’s manifestaron la disparidad entre las proclamas que la empresa en cuestión decía en Europa sobre Responsabilidad Social Corporativa (RSC) y la realidad de su actuación, en los campos ambiental, social y cultural, allá a la selva americana, además de la estrictamente económica.
No tendría que haberme sorprendido la impresión de agobio que los indígenas tienen de la acción de las poderosas empresas –de toda clase y origen- que actúan en sus territorios. Los conceptos con los que estamos acostumbrados a movernos nosotros no son aplicables a otras realidades sociales. Las diferencias son abismales. Esto que es tan evidente creo que no es asumido, no solamente por las compañías (generalmente extractoras), sino por los receptores finales de sus productos, como son los consumidores de los países ricos.
Es de suponer que las actuaciones de estas empresas tienen una base legal desgraciadamente demasiado inestable que, más allá de su origen, se aplica más o menos correctamente. Pero no escapa a la comprensión de nadie que en la historia económica mundial estos procesos se han hecho con grandes dosis de discrecionalidad, con violencia de varios grados y formas, con padecimientos, voluntarios o forzados, de las comunidades afectadas y los territorios. Así ha sido desde el alba de los tiempos y continúa hoy mismo.
No tendría que haberme sorprendido la impresión de agobio que los indígenas tienen de la acción de las poderosas empresas –de toda clase y origen- que actúan en sus territorios. Los conceptos con los que estamos acostumbrados a movernos nosotros no son aplicables a otras realidades sociales. Las diferencias son abismales. Esto que es tan evidente creo que no es asumido, no solamente por las compañías (generalmente extractoras), sino por los receptores finales de sus productos, como son los consumidores de los países ricos.
Es de suponer que las actuaciones de estas empresas tienen una base legal desgraciadamente demasiado inestable que, más allá de su origen, se aplica más o menos correctamente. Pero no escapa a la comprensión de nadie que en la historia económica mundial estos procesos se han hecho con grandes dosis de discrecionalidad, con violencia de varios grados y formas, con padecimientos, voluntarios o forzados, de las comunidades afectadas y los territorios. Así ha sido desde el alba de los tiempos y continúa hoy mismo.
Lo que ahora es diferente es el conocimiento de los hechos, la superior conciencia de los afectados y la mejor posibilidad de defenderse. Pero al mismo tiempo, el reconocimiento de las soberanías nacionales conlleva dificultades de actuación. Más allá de entenderles y escucharles, de conocer su preocupación y queja, de hacer un primer reconocimiento de la justicia de su clamor, pocas cosas se me ocurren para poder encarar el aprovechamiento de los recursos naturales que están a sus tierras con una actuación equitativa y justa por todo el mundo. Evidentemente, hace falta hacer llegar a las empresas españolas, y en este caso a REPSOL, la necesidad de correlacionar palabras y hechos, propaganda y actuación, y comprensión y respeto de las complejas y antiguas realidades sociales, culturales y ambientales en las que operan.
Sólo sea para obligarme a reflexionar sobre el tema ya vale la pena.
Sólo sea para obligarme a reflexionar sobre el tema ya vale la pena.
Madrid, 22 de mayo.
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